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martes, 30 de octubre de 2012

El No-Muerto




-Strigoi, Strigoi.

El 20 de abril de 1912, mientras agonizaba entre grandes dolores, el escritor Bram Stoker señaló una esquina vacía de la habitación.

-Strigoi, Strigoi –decía una y otra vez ante el horror de sus amigos y familiares.

Veinte años antes, Stoker soportó una situación similar. En aquella ocasión, bajo los delirios provocados por una indigestión de cangrejo, vio salir de sus tumbas a los cadáveres del cementerio dublinés cerca del cual se había criado.

En la paupérrima Irlanda del siglo XIX, la rabia era una de las enfermedades más comunes. La causaban los mordiscos de animales como lobos, ratas o murciélagos. Los afectados por la rabia padecían un insomnio constante que les hacía vagar por las noches mostrando una agresividad primitiva y un violento apetito sexual. El final de estos enfermos casi siempre era la muerte.

Una vieja tradición irlandesa recomendaba anclar los cadáveres a los ataúdes para que el alma del difunto no abandonara su cuerpo. Para ello, les clavaban estacas en el pecho. A veces cuando la punta de madera perforaba el abdomen, los gases de la descomposición atravesaban la glotis y hacían vibrar las cuerdas vocales. El cadáver gritaba como si no estuviera muerto del todo.

En los velatorios, se colgaban ristras de ajos para soportar la peste de la putrefacción. Las vísceras del difunto podían rezumar por la boca y los agujeros de la nariz. Uno líquido rojizo, cual sangre, aparecía en los labios; podía incluso agujerear, como lo haría un ácido, la tela del sudario. Parecía, entonces, que el muerto había tratado de quitárselo de encima a dentelladas.

Durante 27 años, Bram Stoker trabajó como secretario para Henry Irving. Irving era la más importante estrella teatral de la época  (fue el primer actor en ser nombrado caballero), amén de un déspota encantador capaz de manipular a las personas que le rodeaban como hacía con el público que asistía a sus representaciones. Stoker le sirvió con una obediencia que rayaba la obsesión más malsana dejándose explotar, e incluso humillar, por el célebre actor.

Por aquel entonces, la década de 1890, Londres era el centro del mundo y recibía inmigrantes de todas partes del planeta. Las familias victorianas temían a los extranjeros. Les otorgaban la capacidad de seducir, con su acento arrastrado,  a sus hijas y colarse en sus dormitorios a mitad de la noche; o, bien, podían corromper a los jóvenes ingleses y hacerles a participar en orgías con exóticas meretrices que podían contagiarles la más extraña de las enfermedades de Venus (es decir, venéreas).

Acompañando a Irving por sus giras europeas, Stoker oyó hablar de Vlad Tepes (apodado Dracul, demonio), un caudillo rumano del siglo XV que se había hecho famoso por empalar a los turcos, contra los que combatía. El escritor también investigó sobre la condesa Erzsébet Báthory, una noble húngara que al rondar la mediana edad asesinó a alrededor de 630 mujeres (entre sirvientas y pupilas) para beber su sangre o bañarse en ella, creyendo así que retendría su juventud.

-Strigoi, Strigoi –repetía a las puertas de la muerte Bram Stoker, con el dedo tembloroso apuntando a un espacio vacío.

Strigoi, en rumano, vampiro.

El escritor señalaba al no-muerto que volvía de la tumba para llevárselo consigo.